sábado, 26 de mayo de 2012

Grass defiende a Grecia

La vergüenza de Europa

Günter Grass

Aunque próxima al caos, por 
no agradar al mercado, lejos
estás de la tierra que tu cuna
fue.
Lo que con el alma buscaste y
creíste encontrar
hoy lo desechas, peor que
chatarra valorado.
Desnuda en la picota del
deudor, sufre una nación a la
que dar las gracias era antaño
lo más natural.
País condenado a ser pobre,
cuya riqueza
adorna cuidados museos:
botín por ti vigilado.
Los que invadieron con armas
esa tierra bendita de islas
llevaban, con su uniforme, a
Hölderlin en la mochila.
País tolerado ya apenas, a
cuyos coroneles
toleraste un día en calidad de
aliados.
País sin ley al que el poder,
que siempre tiene razón,
aprieta el cinturón más
y más.
Desafiándote viste de negro
Antígona, y en el país entero
hoy lleva luto el pueblo cuyo
huésped eras.
Pero, fuera de ese país, el
cortejo de parientes de Creso
ha acumulado en tus cámaras
cuanto brillaba dorado.
¡Bebe de una vez, bebe! grita la
clac de los comisarios, pero
airado te devuelve Sócrates su
copa a rebosar.
Maldecirán los dioses a coro
lo que te pertenece, pero sin tu
permiso no se podrá expropiar
el Olimpo.
Sin ese país te marchitarás,
Europa, privada del espíritu
que un día te concibió.

Traducción de Miguel Sáenz.

domingo, 20 de mayo de 2012

Una vez más, Homero.


COSTAS DE JONIA ORIENTAL, MAR EGEO
C. 750 A.C.
Apoyado en su báculo, un aedo de mediana edad y cuerpo robusto avanza a zancadas sobre las rocas bajo las que se esconden los cangrejos y los pulpos. El agua que entra y sale de las oquedades acompaña el flujo de sus pensamientos.
El aedo ha repetido ante muchas audiencias las genealogías de los antepasados, las proezas de los que fueron a Troya y a la Cólquide, las leyendas de aquel puñado de hombres que en los tiempos antiguos vivieron contiguos a los dioses y que incluso llegaron a disputar con ellos su destino. Rasgando la lira o la cítara e improvisando con su maestría sonoros hexámetros, ha evocado una y otra vez la aurora de los dedos de rosa, las carnes humeantes sobre los trípodes de bronce, la mirada distante  de los dioses y la ruidosa caída de los guerreros muertos.
Últimamente, el aedo se siente arrastrado por una tentación desconocida. Quiere llevar los mitos y los versos de la larga tradición  en la que se ha criado hacia un poema nuevo: un poema donde lo colosal, lo oculto y lo eterno aparezcan al lado de lo humano, donde la muerte de un enemigo sea narrada con el mismo dolor que la de un aliado, donde se muestre verdaderamente que no hay sobre la tierra nada más miserable y más grandioso que el hombre.
Para lo que se propone, no necesitará -como es costumbre- narrar una historia de principio a fin. Le bastará con unos pocos días anteriores a la toma de Troya, y no será siquiera necesario describir la caída. Él prestará su voz para cantar la cólera de Aquiles, que arrastró al Hades las almas de tantos aqueos y troyanos. Si la Musa consiente hará entender que la fragilidad y la grandeza del hombre van unidas inseparablemente; se esforzará en trazar una imagen del héroe sin perfilar netamente sus rasgos ni señalarlo nunca de manera inequívoca; dejará percibir sus brillos de excelencia confundidos a menudo con bajeza o con contradicción; y hará sentir que el éxito y el fracaso son en el fondo circunstancias ajenas a su verdadera condición. Aquiles llevará este mensaje, pero también Héctor, y los dioses que los miran luchar, y el caballo que predice la muerte del Pelida. 
Ahora, resguardado del sol en una gruta donde huele a salitre y a algas, presiente que el poema que se propone componer está llamado a sustentarse en la escritura en vez de en la memoria, a cambiar la voz de los aedos por la de esos extraños dones con voz y pensamiento que Cadmo trajo un día a estas tierras. Su creación exige una osadía, tal vez un sacrilegio: dejar la palabra expuesta al silencio de la mirada. 
Prudente y reflexivo, el aedo reconsidera nuevamente su propósito. La brisa racheada aventa duras gotas de mar. EN los tiempos qeu vengan, aunque callen la cítara y la lira, aunque desaparezcan las naves y las guerras, su creación no dejará de ser eterna, y los hombres alcanzarán la altura de esos nuevos versos tan sólo el día en que tomen conciencia de la humildad de su naturaleza, en que se sientan seducidos por sí mismos hacia el bien, en que se sepan jueces solitarios de sus actos, en que compadezcan de veras la desgracia y el sufrimiento ajenos, y en que consigan asumir su destino en vez de soportarlo. Es dudoso, no obstante, que esto suceda pronto. 
Pedro Olalla, Historia menor de Grecia