De una crueldad vinosa y honda como el océano viniste tú,
vidente, viejo aedo de los siglos sin sol. Tu palabra trajo a nuestros oídos el
fragor de la guerra: naves, grebas de bronce, yelmos ennegrecidos y escudos con
clavos de plata. Y los hombres gritaban, se quebraban los ejes de los carros,
se revolvían los caballos, sorprendidos del sabor alcalino de la sangre. Por
causas tan oscuras como la oscura piedad del vencedor, como el júbilo dulce del
vencido a punto de morir. Vanidad ingrata de los dioses, cuántas aras inútiles.
Y el fuego devorando los palacios de Troya. Pero dinos ahora lo que supimos
siempre: que no fue por Helena, sino por el trofeo de sus cabellos rubios; que
sus quejas rodaron por el suelo como cuentas de un collar que se rompe; que
nunca sus captores ni la diosa que propició aquel rapto quisieron conocer su
voluntad; que no era tan hermosa; que a los héroes no les bastaba el humo que
se alzaba del sacrificio de aves y de corderos blancos: había que inmolar algo
más alto, alto como la dicha. Y todo por la vida de los nombres, por esa
extraña vida que comienza en la pira funeraria…
Ana Isabel Conejo, Atlas
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